Mi querida Diana
Sábado por la noche, fiesta en la casa parroquial.
No solía ir a fiestas con mi hermano; él tenía su propio mundo, y yo el mío. Aquella noche, la casa comunal estaba abarrotada, pero no recuerdo qué música sonaba. Todo parecía una masa de gente y ruido, hasta que, de repente, entraron ellas. Dos mujeres que no eran como las demás...
Su presencia llenó de luz un lugar que, hasta entonces, parecía apagado. Nunca antes había sentido algo así: un instante de claridad en medio del caos.
No sé cómo sucedió, ni cómo terminé bailando con ella. No sé si era la primera vez que la veía o si ya la había cruzado antes en el barrio. Tal vez fue la primera vez que sentí que podía ser yo mismo hablando con una chica. Había algo en ella, una conexión que me permitió, sin miedo, simplemente ser.
La noche se esfumó. No recuerdo si le pedí su número o si intercambiamos algo más que risas y miradas. Lo que sí sé es que, para mí, aquel momento fue perfecto.
Ahora, en esta noche tranquila, escuchando música instrumental y con una copa de vino entre las manos, la recuerdo con un cariño profundo, casi doloroso.
El tiempo pasó, y nos fuimos encontrando cada vez más. Poco a poco, comprendí que nunca estaríamos juntos como pareja, pero curiosamente, lo acepté sin tristeza. Disfrutaba tanto su compañía que eso me bastaba. Bailábamos, reíamos, compartíamos confidencias, y la acompañaba a la parada del autobús como si aquel fuera nuestro pequeño ritual.
Una vez, salimos a pasear en mi BMX. Ella iba sentada en la parte trasera, y nos reíamos de las cosas más simples, tonterías sin sentido que, sin embargo, nos hacían felices. Recuerdo especialmente una noche en la que salió a buscarme con su madre para regalarme una gorra. No sé cómo, pero sabían dónde encontrarme, como si siempre hubieran sabido exactamente quién era y dónde estaría.
A veces la recogía del gimnasio y caminábamos hasta su casa. Otras veces, nos deteníamos a comprar un helado mientras hablábamos de cualquier cosa, disfrutando del momento. Su padre, su pequeña hermana y su madre siempre fueron muy amables conmigo.
Con los años, los recuerdos se quedaron grabados en mi corazón. Un día, decidieron emigrar a Estados Unidos, y desde entonces, solo nos hemos visto tres veces.
¿Cómo es posible querer tanto a alguien, a pesar de los años, la distancia y la ausencia? ¿Nos separó el destino o, de alguna manera, nos unió más? Es una pregunta para la que aún no tengo respuesta.
Sería hermoso volver a verla, poder abrazarla, y seguir chismosenado como antes. Gracias a la tecnología, tengo el privilegio de verla a través de una pantalla de vez en cuando, pero la vida, en su ironía, puede ser a la vez absurda y recíproca. Hoy, mientras escribo esto, mis ojos se llenan de lágrimas, pero mi alma se inunda de felicidad. Son pocos los recuerdos, pero cada uno de ellos lo llevo conmigo, como un tesoro que no quiero perder.
Mi querida Diana.